Hablar de JP Harris es hablar de la historia de un sinfín de músicos americanos. Ese chico que abandona el hogar cuando aún no es ni un adolescente, cuando los pelos de las mejillas no son más que una simple pelusilla. Cargado con una guitara y una vieja mochila recorre estado tras estado en vagones de tren, haciendo autostop o simplemente con la ayuda de unos viejos zapatos. Durante años va conociendo otros músicos, otras gentes, viviendo mil y una historias, trabajando en cualquier cosa para sobrevivir un invierno más, mientras en su interior sigue soñando con la posibilidad de algún día subirse a un escenario y homenajear de algún modo a su admirado Johnny Cash.
Su último trabajo fue grabado en Nashville, concretamente en los estudios de Ronnie Milsap. Nashville, sin duda al pronunciar ese nombre uno ya piensa en la gran industria de la música country, en esas chicas rubias a lo Dolly Parton y miles de cowboys de pega con sombreros texanos.
Es cierto que JP Harris hace country, pero está apartado del estereotipo del cowboy típico, ese de cara malhumorada y escupiendo tabaco de mascar por doquier. Él se dedica a hacer esa música con la que ha criado en sus años perdidos por los caminos polvorientos del sur de USA, escribiendo canciones melancólicas e historias vividas en primera persona, pero para ello no ha tenido que modificar su imagen, sigue llevando camisetas desgastadas o de bandas como Motorhead, dejando su barba crecer y reviviendo noche tras noche el sonido honky tonk sin tener que ocultar su mirada bajo un viejo sombrero…
Está claro, para hacer country de alto nivel uno no tiene porque criarse entre toros y caballos en un rodeo, sino que lo más importante es que sienta como propio cada acorde que toca y sobre todo que cada historia cantada sea una experiencia vivida.
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